La inteligencia artificial y nosotros: una relación que nos define

En el recientemente finalizado Congreso Internacional de Educación y Gerencia Avanzada, la mayoría de las ponencias, unas directa y otras indirectamente,  tocaron el tema de la Inteligencia Artificial (IA). Sobre este mismo tema queremos dejar aquí algunas unas reflexiones.

Vivimos en un tiempo en el que la inteligencia artificial ya no es una promesa futurista, sino una presencia cotidiana. Está en nuestras casas, en nuestros teléfonos, en las decisiones de las empresas, e incluso en las rutas que tomamos para llegar a nuestro destino. Pero más allá de la fascinación tecnológica o el miedo que a veces despierta, hay una pregunta más profunda que deberíamos hacernos: ¿qué tipo de relación estamos construyendo con la inteligencia artificial?

La IA, por sí sola, no tiene emociones, ni valores, ni conciencia. Aprende patrones, optimiza procesos y genera respuestas, pero carece de experiencia humana. Sin embargo, nos responde como si supiera quiénes somos, como si comprendiera nuestros deseos o necesidades. Y eso, en sí mismo, dice mucho más sobre nosotros que sobre ella.

Porque en realidad, la IA es un espejo. Refleja nuestras decisiones, nuestros prejuicios, nuestras formas de pensar. Los algoritmos aprenden de los datos que les damos, y esos datos provienen de nuestras acciones, nuestras palabras, nuestras elecciones.

¿Qué pasa entonces cuando esa inteligencia artificial empieza a influir en nosotros, a devolvernos versiones amplificadas de lo que ya somos? ¿Nos ayuda a evolucionar, o solo nos encierra en nuestras propias burbujas?

Lo más inquietante –y al mismo tiempo, lo más esperanzador– es que esta relación aún la estamos escribiendo. No está predestinada a ser de sumisión ni de dominación. Puede ser una relación de colaboración, si así lo decidimos. Pero para ello, necesitamos asumir una responsabilidad activa.

Necesitamos asumir una responsabilidad activa con la IA.

La IA no es una fuerza externa inevitable; es una herramienta que construimos y que podemos moldear. Una herramienta poderosa, sí, pero una que no puede reemplazar lo que nos hace humanos: la empatía, la duda, la creatividad nacida del caos.

Hoy más que nunca, la pregunta no es si la IA nos superará, sino cómo nos transformará el hecho de convivir con ella. ¿Seremos más eficientes pero menos libres? ¿Más informados pero menos críticos? ¿Más conectados pero menos humanos?

El verdadero reto no es tecnológico, sino ético y existencial. ¿Qué decisiones tomamos cuando dejamos que una máquina decida por nosotros? ¿Qué valores queremos codificar en sistemas que van a mediar nuestras vidas?

Esta relación entre humanos e inteligencia artificial es, en muchos sentidos, una nueva forma de relación con nosotros mismos. Lo que elegimos automatizar, lo que decidimos delegar, lo que aceptamos sin cuestionar… todo habla de nuestra visión del mundo y de nosotros como especie.

Quizás, la inteligencia artificial no vino a reemplazarnos, sino a obligarnos a mirarnos con más honestidad; a decidir, finalmente, quiénes queremos ser.

Y esa es una decisión que ni la IA más avanzada puede tomar por nosotros.